domingo, 1 de junio de 2014

Saltando de un tren en marcha.

Y hoy, otra vez sin venir a cuento, como muchas otras tantas veces me vuelvo a preguntar, ¿actué mal? Se nota que echo de menos esa rutina de tomar una decisión y a las horas arrepentirme, y nadie lo entiende, y lo comprendo, pero intentad hacerlo, por favor. Y es que si no me arrepiento es que no lo quise, y si no lo hice soy una persona horrible, asquerosa,  lo que, pensándolo bien, no es que sea una novedad pero, a diferencia de otras veces, duele como si acabara de darme cuenta.
¿Qué se torció? Ja, vaya pregunta. La que se torció fui yo, él era un mástil, recto e infranqueable, y yo, yo era una pequeña rama a punto de ser destrozada por el peor vendaval que había azotado mi interior.
Que injusto fue todo aquello, tan rápido que ni pude mover un dedo para intentar impedirlo, todo mi corazón volvió a estar asolado de tinieblas y bastos llanos de desesperanza y de ansias de soledad, lo que era curioso ya que, hace tan solo unos meses lo que ansiaba era justo lo contrario, putos caprichos.
No pude soportarlo más, simplemente decidí no parar el tren, sino saltar de él al vacío, cualquier cosa era mejor que permanecer allí, sentada, enjaulada, o eso me esforzaba en repetirme mientras mi cuerpo experimentaba eso de la caída libre, intentando hacer oídos sordos y al corazón ciego, con la esperanza de que el famoso dicho fuese verdad. Pero no lo fue. Caí contra el duro y familiar suelo de las lamentaciones, y me arrepentí durante una milésima de segundo en la cual decidí que ya no más. Curioso eso de que no quería más arrepentimientos, pero no me importó en ningún momento eso de atormentarme con el pasado y vislumbrado la figura de un tren que parecía marcharse a toda prisa, alcanzando velocidades inimaginables sin tenerme a mi como ese gran lastre en su interior. Ay, su interior, como echo de menos su interior. Me encantaba ese brillo en sus ojos, haciendo parecer que las estrellas había dejado de ser unas segundonas en un cielo donde gobernaba la luna, y pasaron a ser parte de un universo interior que no tenía nada que envidiar a la vía láctea y sus constelaciones ni a nada de lo que aún no se ha descubierto. Y es que, no importa cuantas estrellas tenga, ni en que formas están situadas, sino cuanto brillen, y en brillar, en eso no le ganaba nadie.
Por todo eso yo era minúscula en comparación con él, y no sólo por el hecho de que me sacase más de treinta centímetros, sino porque era de esas personas increíbles que sabía quien era, y no amigos, no me refiero a eso de saber como te llamas, que te gusta y que odias, no, no me refiero a eso para nada. Me refiero a su universo interior, sabía cada ventaja y desventaja que tenía, sabía que quizás no brillaba en algunos ámbitos, pero, en los que le gustaba no brillaba, sino que arrasaba dejando una estela tan luminosa que nadie podía olvidarse de él. Sabía sus límites sin antes siquiera empezar a jugar, pero eso nunca le impidió seguir jugando, es más, los superaba en cada recorrido, siempre daba un paso más de los que el cuerpo estaba dispuesto a sostener, y se caía sí, él también se caía, pero sabía levantarse. Joder, el sabía quien era, y eso, eso no lo puede decir cualquiera. 

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